domingo, 29 de marzo de 2009

El laberinto nuclear

Durante décadas ha tenido fama de sucia, cara y peligrosa. Hoy renace apoyada por los 'verdes nucleares' que exhiben su respeto por la atmósfera y los grupos de presión que luchan por un negocio de un billón de euros. ¿Es la energía del futuro?

Es más complicado entrar en una central nuclear que en La Moncloa. Y no es un recurso literario. Es mucho más difícil. Especialmente tras el 11-S. Una nuclear recuerda a una cárcel de alta seguridad. Alambradas coronadas de cuchillas; vallas de alta tensión; guardias con 38 al cinto; perros inquietos; controles de armas; arcos que detectan explosivos. Las cámaras giran descaradas a tu paso. Los procedimientos se complican cuando se pretende penetrar en el edificio del reactor. La catedral de hormigón donde late un corazón cargado de uranio cuya reacción produce calor que origina vapor que mueve una turbina que genera electricidad. Aquí la seguridad es extrema. Hay que cruzar un par de jaulas de acero que se abren con las huellas dactilares. Equiparse de mono, guantes, botas y gafas. Y un dosímetro personal que medirá las radiaciones que soportemos en el interior. Luego, largos pasillos en tonos crema tapizados de cables y tuberías. Todo diseñado para soportar un seísmo. No hay un alma. No huele a nada. De fondo, el machacón murmullo de la ventilación.

Nuestro destino es una compuerta mezcla de caja fuerte de banco y esclusa de submarino. La cruzamos con prevención; se cierra tras nosotros con un susurro. Quedamos atrapados en un corredor sellado por otra compuerta blindada. La siguiente esclusa se abre con parsimonia. Avanzamos. Estamos sobre el reactor. Bajo nuestros pies ocurre algo que supera la ciencia-ficción. La reacción de fisión nuclear en cadena. Algo eterno y poderoso. Cada pastilla de óxido de uranio del tamaño de una aspirina proporciona la misma energía que 700 kilos de carbón. Y lo primero que te viene a la cabeza es Hiroshima y Chernóbil. Sus miles de muertos. Y el macabro imaginario asociado a la energía atómica. En ese instante, un ingeniero nos recuerda que sólo esta central, Cofrentes, en la provincia de Valencia, proporciona el 3,5% de la energía eléctrica que se consume en España. Evita la emisión de nueve millones de toneladas de CO2 (responsable principal del cambio climático) a la atmósfera. Y que es imposible que haya un accidente. Que los operadores de la central se entrenan durante años en simuladores. La central se autorregula. Los sistemas de emergencia están cuadruplicados. Los residuos, concentrados bajo estricto control. Además, el Consejo de Seguridad Nuclear tiene destacados en cada central dos inspectores residentes que fiscalizan el proceso. Y entonces uno comienza a dudar. ¿Sucia, cara y peligrosa, o segura, limpia y barata? ¿El pasado o el futuro de la humanidad? ¿Ángel o demonio? Es la duda nuclear. Más bien, el eterno laberinto nuclear.


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